martes, 23 de abril de 2013

Ana intentó ponerse en la piel de Alfonso. Se esforzó mucho tiempo en ello, pero no lo conseguía. Admiraba a aquellos escritores que hablaban de los sentimientos de una mujer como si los hubieran vivido alguna vez. Pero ella no sabía hacerlo. Imposible. ¿Cómo podía entender esas reacciones que convertían a su amado en un extraño?

Sólo hacía tres años que se habían casado, y ella estaba cada día más enamorada. Por aquél entonces sospechaba hasta qué punto, pero nunca hubiera imaginado cuánto en realidad. Ni las cosas que pasaría por amor. Ni el daño que sufriría. Todavía no. Hasta esa noche. Fue como un crujido en la madera de un precioso mueble, que empieza a resquebrajarse.
Le gustaba aquella libertad en la que primaba la confianza de uno en el otro. (¡Ja! Sólo había una confianza, y era la que se podía tener en una mujer como ella, que cuando se enamoraba, lo daba todo). Pero estaba divagando de nuevo, así que se forzó a recordar el momento en que todo empezó a terminar.
Ana disfrutaba con el cine. Ya no solamente las películas, sino el ambiente en general. Le hacía gracia pensar que Alfonso siempre le había dicho que le gustaba ver películas, pero no ir al cine. Y en todos los años que pasó con él, no logró averiguar qué tipo de películas le gustaban, ni tan siquiera podía recordar haber visto alguna con él. Aunque seguramente lo habrían hecho algún día. Pero no le daba importancia. Tenían diferentes gustos. No era tan raro en una pareja. Claro que poco a poco se daría cuenta de que eran más los diferentes que los comunes. Cuando ya no importara. Otra vez divagando. En fin. Siguió pensando en aquello:
Aquella noche se fue al cine con sus hermanas. Era una peli larga, “El último emperador”, o alguna de ese estilo. El caso es que terminó muy tarde, de madrugada.
Estaba contenta de llegar ya a casa. Le echaba de menos. Pero se sorprendió al ver que no estaba allí. Bueno, creía que no iba a salir. No pasaba nada, cogería de nuevo el coche e iría a ver si lo encontraba. Tal vez tomarían una copa juntos antes de volver a casa. Seguro que estaría con Rodolfo en el Londix, un pub al que solían ir. Pasó antes por las afueras, donde él tenía su fábrica. Era una costumbre que había adquirido de Alfonso cuando salían por ahí. Pasaban de noche para ver que todo estaba bien. Nada es por casualidad. Tenía que suceder. Y sucedió:
Vio a un lado de la oscura carretera el coche. Pero las luces de la fábrica estaban apagadas, así que estaba en el coche. Qué raro, pensó Ana. Aparcó su coche delante y salió. Al abrir la portezuela sintió desvanecerse toda su vida en un instante. Incluso creyó escuchar el chasquido de su corazón roto. Alfonso estaba allí con aquella chica. Su exnovia. Aquella de la que estuvo tan enamorado. Con el paso de los años, Ana llegó a pensar que siempre había seguido enamorado de ella.
Lo que siguió a continuación fue el principio de una lenta agonía que duró unos nueve años. Pero ese fue sin duda el comienzo del final de su historia. Aunque entonces Ana todavía no era consciente de ello.
Y le perdonó.
P.

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